*Por Guillermo Flores Borda
Estoy harto de que señoras blancas se me aproximen a darme órdenes en tiendas de abarrotes, electrodomésticos e, incluso, cuando estoy cenando con mis amigos o mi esposa -una ciudadana blanca estadounidense- sólo por ser marrón.
Estudié la maestría en Estados Unidos. Soy socio en un estudio de abogados, profesor universitario y un académico con cierta reputación en mis ramas de investigación (Game Theory y Religion & Politics). Colaboro con columnas de opinión para diferentes medios. Pero todo ese prestigio profesional y académico se esfuma en el momento en que me ven al rostro.
Puedo estar vestido con el terno, camisa y corbata más caras posibles pero para estas personas, no existe la más mínima posibilidad de que sea un abogado/académico. Ellas tienen un prejuicio acerca de nuestra capacidad intelectual y de cuál es “nuestro lugar” y, hagamos lo que hagamos, no podemos escapar de él. Nos tratan como si fuéramos una casta.
Vivo una vida fragmentada en dos mundos. No tengo memoria de la primera vez que pude distinguir entre ambos, pero sí entendí que en uno era amado y en otro repudiado.
Gracias al sacrificio de mis padres y a una serie de ayudas económicas, asistí a algunas de las mejores instituciones educativas, pero fue en mi barrio en que recibí una verdadera educación para la vida. Haber crecido ahí, en un sexto piso con vista a la esquina, me impide ver a ladrones y prostitutas como parias y me lleva a reconocerlos como víctimas de un sistema opresor que no les ofrece igual oportunidades y que los hace merecer mi empatía.
Si nunca te ha faltado nada antes, te va a costar entenderme ahora. Yo soy nieto de campesinos y peones, hijo de migrantes, nacido en la capital del Perú (10 millones de habitantes). En tu parte de la ciudad, la vida se vive en rosa, pero el mío es un reporte desde el otro lado de Lima. Esa Lima que no conoces ni quieres conocer porque te parece ‘chola’, ‘sucia’ o ‘marginal’.
Es la Lima de los peruanos mestizos o marrones, que no somos vistos siquiera como “ciudadanos de segunda clase” porque no somos tratados como miembros de una misma sociedad sino como casta destinada a no ser plenamente integrada en ella.

Por eso no sorprende que la congresista, fujimorista Martha Chávez haya cuestionado públicamente la designación del ex premier Vicente Zeballos como embajador ante la OEA. Su racismo y discriminación le permiteron decir que el gobierno debió enviar a Zeballos a Bolivia porque comparten “rasgos indígenas”, y no como embajador ante el organismo internacional.
Ese tipo de comentarios nos confirman que las personas racializadas en este país no somos realmente libres; que nuestra libertad sólo puede ser ejercida en tanto no transgreda ciertas “barreras culturales” -como nuestros supuestos rasgos, formas de hablar, vestir, caminar e, incluso, de masticar- instauradas con la sola finalidad de negar ascenso social a unos mientras se monopolizan posiciones de prestigio para otros. No nos hace más libres que un ave que aún está descubriendo las restricciones de su jaula.
Ser marrón es para ellos una confirmación de nuestra supuesta posición servil en “su sociedad” o peor.
Estoy harto de que guarden sus teléfonos y billeteras al verme pasar; de ser tomado por personal de seguridad si voy vestido con terno y corbata; de que, al entrar a un club por cuestiones de trabajo, a otros se les permita entrar libremente y se les otorgue el título digno de “señor”, mientras a mí se me pregunte, en tono inquisidor, a quién busco.
Podemos haberlo ganado todo en esta vida, pero, para estas personas, no existe la más mínima posibilidad de que seamos profesionales o académicos. Ellas tienen un prejuicio acerca de nuestra capacidad intelectual y de cuál es “nuestro lugar” y, hagamos lo que hagamos, no podemos escapar de él. Nos tratan como si fuéramos una casta y, mientras siga siendo así, nunca vamos a tener una república de iguales.
Si la clase social es aquello de lo que uno puede escapar, mediante crecimiento profesional o académico, la casta es aquello de lo que no puedes escapar hagas lo que hagas.

¿Acaso no son 200 años suficientes para que estas autodenominadas “élites” (que hablan tanto de nosotros, pero nunca han convivido y prefieren no vivir entre nosotros) aseguren nuestro lugar en esta sociedad?
Tenemos que, al menos, establecer algún tipo de diálogo entre quienes disfrutan del “sueño peruano” y aquellos que llevamos su carga.
Pero, ni siquiera podemos expresar abiertamente nuestro descontento ante este sistema de castas, porque en el momento en que exponemos nuestro sufrimiento, buscan encubrir la inequidad social existente acusándonos de sentir “resentimiento” y romantizando nuestra pobreza mediante la instrumentalización de algunas “historias de superación” (como la mía).
El problema que encara Perú está más allá de su capacidad para resolverlo, porque no se limita a una discusión sobre el reconocimiento de nuestra ciudadanía, sino de nuestra humanidad. Hay que repudiar estos actos de racismo y discriminaión, pero también construir políticas públicas que eliminen esas falsas «barreras culturales» que han creado un techo de cristal -que parece de hierro- para nuestro ascenso social.
Deberíamos poder esperar de nuestros políticos verdaderas transformaciones sociales, en lugar de tan sólo gestos momentáneos y palabras vacías. Pero, para lograr esto, los privilegiados de este país deben aprender a amarse a sí mismos y a sus prójimos, y cuando lo logren (y soy consciente de que esto puede que no ocurra ni hoy, ni mañana y quizás nunca), nuestro problema no será más y nuestros hijos no tendrán que soñar sueños de cristal.
Guillermo Flores Borda. Es abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Máster en derecho por la Universidad de Chicago y profesor en la facultad de derecho y el departamento de ciencias sociales de la Universidad del Pacífico.
Colabora con columnas de opinión sobre temas de religión y política en Diario El Comercio y conduce el podcast Divina Política por Comité de Lectura.